Peatonal Florida cuando el Santander todavía era Banco Río |
Peatonal Florida, viernes 17 de diciembre, 2 AM. El sol pesa fuerte sobre el asfalto. La luz quema y agobia a un desfile de trajes, soleras, carteras y anteojos de sol que se chocan entre sí, buscando un espacio propio. Si me detengo en medio de la peatonal y cierro los ojos, voy a escuchar los automóviles pasar, alguien que toca bocina, el ronroneo de un colectivo. Pero si pongo más atención a los sonidos que están por debajo, me voy a percatar de un relojito que marca constantemente el andar de cada persona. Puede sonar fuerte o suave, hueco o sólido, chirriante o almidonado y todos esos sonidos varían en intensidad. Abro los ojos y frente a mí, una tienda ofrece calzados en oferta. Los hay de todos los modelos, materiales, colores y precios. Desde veinte pesos, se puede adquirir unas chatitas en rosa, celeste o amarillo. Por treinta, unas alpargatas de lona en rojo o verde. Para terminar con la ronda de ofertas, por un precio que oscila entre cuarenta y sesenta pesos, se consiguen todo tipo de sandalias en plateado, dorado, blanco o negro, con o sin taco, o plataforma, para las que no soportan balancearse sobre una base tan estrecha. Teniendo en cuenta las fechas que se aproximan, las mujeres se conglomeran como locas en la tienda buscando el par perfecto y tratando de gastar lo menos posible. Pero, ¿cuáles son sus preferencias?
Frente al amplio abanico que se despliega en cuanto a las posibilidades de calzado femenino, podemos distinguir tres tipos de mujer: las que aman los zapatos y no pueden vivir sin ellos, las que los odian y prefieren zapatillas y aquellas que simplemente se adaptan a todo. Para quienes la buena presencia es un requisito laboral, no cabe otra opción que vestir zapato. Algunas están contentas con eso. Pero, a menudo, me cruzo con quejas tales como "no puedo esperar a llegar a casa para sacarme esta porquería", "no puedo más de los pies" o, simplemente, los zapatos yacen tristes debajo del escritorio, abandonados por la dueña durante la jornada. Aun habiendo comprado un calzado cómodo, esas mujeres no toleran el taco, pór más mínimo que sea.
Recuerdo la película "Mira quien habla" donde la protagonista viaja al trabajo con trajecito y zapatillas y se las cambia cuando llega a la oficina. Es una buena alternativa para quien no tiene vergüenza de andar así vestida por la calle. Sin ir más lejos, cito un ejemplo de la televisión local: en los primeros capítulos de la comedia "La Lola", el protagonista (metido dentro del cuerpo de mujer que se vio obligado a usar) experimentó el dolor en los pies cuando se subió a los tacones y estuvo días en pena sin poder acostumbrarse. Ambas escenas ilustran ese tipo de mujer que no sólo desepera cuando se ve atada a los tacos sino que jamás se acostumbrarían a ellos y siempre que pueden usar zapatillas, lo hacen, hasta para ir a una fiesta.
Florida en los años treinta |
Pero si de tolerar el calzado se trata, no podemos quejarnos. En la antigüedad, las mujeres en China se deformaban los pies deliberadamente para que cupieran en los muy pequeños y adornados zapatos de loto, que llegaban a medir tan sólo nueve centímetros de largo. Un pie pequeño agregaba más valor a su persona y era admirado entre la población masculina. Los hombres obligaban a sus mujeres a usarlos porque pensaban que de esa manera, no desarrollarían su capacidad intelectual.
Afortunadamente, los tiempos cambiaron y podemos estar agradecidas de elegir el calzado que más cómodo nos resulte. Aunque a veces tengamos que invertir más para nuestra comodidad, siempre hay colores que combinan mejor con nuestras opciones de vestimenta. Un zapato que nos hace doler se nota en la cara de quien lo viste y eso, hay que intentar evitarlo. Cuando impere la obligación de usarlos, busquen alternativas y no se quejen: recuerden cuánto sufrieron las mujeres con sus zapatos de loto.
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